Viendo la expresividad de tu mirada por primera vez, leo la educada sencillez de tu alma en verso.
Aún no puedo hablar de tu risa, pues no la escuché, pero sí de tu sonrisa, de tu ánimo y de tu felicidad. Puedo hablar de tu inteligencia, de la coherencia y de la ensoñación en cada una tus palabras. Puedo hablar de tu energía, de tu dinamismo, de tu fuerza y acabar hablando banalmente de tu blanquecina belleza, coronada bermeja de tus cabellos ensortijados.
Cuando te escucho discierno sobre las cosas que te han instruido. Del valor heredado del silencio, de tus mejores amigos los libros, de las eruditas conversaciones de salón y paraninfo… y yo sin embargo te atiendo y callo en silencio pues casi todo lo aprendí y lo maduré desde la soledad, y a la inocencia, a la que se prestan los sueños.